Texto leído en la presentación de Jorge A Castillo
Tal vez muchos de los presentes no tengamos idea de cómo era la Lima de los 80 y los 90, o sea de las dos últimas décadas del siglo pasado. Les cuento: se podían ver hordas de niños y adolescentes en el Parque Universitario aspirando terokal, meando y cagando en las calles, robando impunemente en mancha a las personas que tuvieran la mala suerte de cruzarse en sus caminos. Eran literalmente unas hordas, aunque ese es un eufemismo elegante, el nombre real y peruano era “pirañitas”. Vivían literalmente en las calles como podían. Era, ahora cuesta verlo así, una Lima deshumanizada, porque muchas personas normales, ciudadanos, pasaban cada día, cada mes, cada año por esas calles y los veía, literalmente, durmiendo en las calles, en los bancos de las esquinas, en las casas viejas, en los huecos, olían a meada, suciedad y pendejada. Uno de aquellos muchachitos, casi un adolescente que no pasaría de los 10 años, en la Plaza San Martín —creo recordar, lo vi por televisión— se metió a dormir a una de esas cajas eléctricas vacías; nunca despertó. Murió electrificado mientras dormía. Lo repito, un niño de casi 10 años. Era deprimente cruzar el puente Balta o el puente Trujillo porque veías literalmente montañas de basura. Un poco se ve así también en nuestro río Ica. Estoy contando cosas que en realidad son epidérmicas, por más cruentas o deprimentes que fueran, son en cierto sentido superficiales porque en la televisión se veía que diariamente reportaban muertes en los andes de niños, jóvenes, mujeres, adultos, ancianos, un montón de gente era asesinada por los terroristas de Sendero Luminoso o por los terroristas del gobierno, a diario, morían cientos diariamente. El año 1983 fue el año donde más muertes hubo por la violencia política que desoló el país e hizo que miles de familias andinas migraran hacia las costas, a Lima o a Ica, por ejemplo. Esto no lo viví, pero lo sé por historia. Aunque sabemos que la primera gran migración de la sierra a la costa se dio décadas antes. En los 80 y 90, sucedía lo mismo pero por otras razones. Lima era gris, triste, sucia, fea, hostil y violenta, y, por si fuera poco, no había trabajo y los precios de los insumos básicos de la canasta familiar cada día subían de precio. La gente pasaba hambre. ¿Recuerdan que un ministro de economía nos encomendó a Dios porque literalmente el gobierno no podía hacer nada? Y, por si fuera poco, habían atentados de coche bomba en las calles donde nadie sabía si iba a volver vivo o envuelto en partes despedazado. Bombas en las noches que dejaban en apagón a la ciudad. Muerte, asesinatos, persecuciones, venganza y una violencia triste sin fin. Y los famosos paquetazos que no eran otra cosa que una violenta subida de precios, hablo de varios ceros por ciento. Tengo un recuerdo claro, mi padre era un modesto burócrata de un ministerio público, trabajaba en logística y administración, algo así. Con mucho esfuerzo y años de ahorros, y luego de vender sus dos autos —que eran orgullo y cariño de la familia—, consiguió lo suficiente para construir su casa. Vendió todo y, sin esperarlo, vino un paquetazo, y lo que le alcanzaba para construir una casa, ahora no alcanzaba ni para una habitación. De pronto, nos quedamos en la calle, sin casa ni autos, sin tener un norte ni nada. Mi padre lloró de amargura e impotencia. Algo se quebró dentro de él. Lo recuerdo claramente, era muy niño pero hábil para captar esas sensaciones. Esa triste y patética historia es la historia de muchas familias, conozco muchos casos. Muchas familias emigraron fuera del país, mis tíos y primos hicieron lo mismo. Ese era el contexto de Lima de los 80 y 90: hambre, miseria, pobreza, violencia, suciedad, corrupción, muerte, egoísmo, tristeza, sin esperanza, no future. Una ciudad siendo una sombra del fin del mundo o ad portas del apocalipsis. Si alguien filmaría un Mad Max urbano y chicha seguramente hubiera elegido la Lima de esas décadas. ¿Por qué hablo de todo este pasado espantoso? Porque la novela gráfica que hoy presentamos, En la cara no, de Óscar Malca y Mario Molina se desarrolla en ese contexto, es la Lima que he descrito y que está bellamente dibujada por Mario, quien nos acompaña ahora. Digo bellamente porque tiene un talento excepcional, pero lo que dibuja son esas calles tugurizadas, las montañas de basuras, la violencia, los desagües y los contextos que se mueven sus 4 personajes, unos malandrines de Magdalena, en una historia de suspenso que no dejará a nadie indiferente, pues muchas de las cosas que mencioné anteriormente está explicitadas en esta bella novela gráfica, pulcramente editada. También hay ratas, muchas ratas, y palomas. ¿Qué diferencias hay entre estos dos bichos horribles excepto que uno vuela y el otro no? ¿Uno simboliza la paz y el otro simboliza la corrupción violenta? Es interesante ese juego que de algún modo las ratas y las palomas van desenvolviendo y entrecruzando la trama del libro escrita por Oscar Malca quien ya había explorado esos temas en su novela Al final de la calle con gran acierto. No es el caso de Mario Molina de quien solo conocíamos sus viñetas de humor político ácido.

La novela gráfica En la cara no cuenta la historia de 4 jóvenes: Dago, Chato, Tolo y Ciego, quienes se unen para defenderse del bully que les aplica el Tuerto, otro pandillero abusivo. Esa unión para la venganza de los cuatro jóvenes marca el inicio de un largo recorrido de pillaje y malandrerías que recorreran hasta su adultez donde transan con el poder político y militar para continuar haciendo sus crímenes y fechorías. De algún modo esa unión inicial que, en cierto sentido, está basada en una justa venganza, terminará convirtiéndose en una unión por interés, codicia, poder y ambición todo en una espiral de violencia, drogas y sexo. Un combo que más parece el de una banda punk que, por cierto, están reseñadas como Gang of four o la peruana Leuzemia. Y por si estas referencias no fueran pocas, la novela gráfica tiene a veces como epígrafes a los 4 capítulos que la conforman, poemas de Hinostroza, Alba, Chanove o Varela, entre otros, dándole una carga más intensa y multiplicidad de sentidos al relato. Reconocemos el diseño de sus personajes por el trazo de Mario Molina que nos tiene acostumbrado en sus tiras cómicas de La República. Hay un trabajo cuidadoso en la búsqueda de un realismo de esa Lima decadente que mencioné y nos logra transportar a esas épocas tan difíciles del país.
Para terminar: ¿Por qué a tantos narradores y artistas les ha importado plasmar en sus trabajos la Lima de esas dos décadas? ¿Por qué la mugre y la violencia les inspira? ¿Por qué una época tan difícil y controversial y al mismo tiempo gris y chata ha despertado la creatividad de los artistas? Sospecho tal vez que es justamente esas crisis donde se pone a prueba el talento y urge gritar esa violencia contenida contra esa otra violencia desplegada por los que ejercen el poder a su turno. De hecho, la violencia política en la novela es casi un tótem en nuestra narrativa. Lo interesante tal vez es que En la cara no, no tiene respuesta a esa violencia, no tiene fórmulas y no busca un final en el que todos nos reconciliamos, es decir algo así como un fin moral. Por suerte lo evita, y tal vez sea porque ¿nunca dejamos a Lima, esa ciudad horrible? ¿Y si esas capas de modernidad, limpieza y belleza no son sino solo una mascarilla para ocultar esa otra enfermedad que hasta aún hoy tenemos? Eso que las ciencias sociales llaman gentrificación, que no es sino una política del encubrimiento de nuestras miserias por una fachada solo más bella y útil. Tal vez sea eso valga la pena revisar este libro, y del que los iqueños tenemos aún mucho que aprender.